miércoles, 22 de enero de 2014

Caperucita.


Llevo siglos narrando este cuento. Conozco cada detalle, cada coma, punto y signo de exclamación. Sé perfectamente los gestos de los personajes, sus dudas y diálogos. Y nunca cambia. Hasta ayer.

Comencé como siempre...

"Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja"

Pero a medida que el cuento avanzaba sentí que algo iba mal; algo era diferente.
Por supuesto, los personajes, aunque repitan la historia una y otra vez y los haya narrado durante siglos, nunca saben qué va a ocurrir, pero el cuento siempre se desarrolla igual. Y ayer habría sido como siempre si aquella estúpida brisa no se hubiese interpuesto en mi cuento.

Caperucita Roja acababa de encontrarse con el lobo cuando un suave viento destapó su caperuza, dejando su rostro al descubierto. El lobo, fascinado, se salió del guión:
- ¿Cómo te llamas?
- Todos me llaman Caperucita Roja.
- Ya, pero, ¿cuál es tu nombre real?

Por su puesto, Caperucita no estaba preparada para esta pregunta, y yo tampoco. Ni ella supo qué responder ni yo cómo seguir el cuento.
El lobo, enamorado de aquellos ojos que la caperuza no le había permitido ver nunca (no al menos con claridad), la sonrío. Caperucita, tartamudeó su nombre real y le devolvió la sonrisa. Presa del pánico congelé el tiempo, sin saber cómo continuar. Después de que el lobo encontrara su luna en los ojos de la chica y jurase no aullarle a nadie más, no pude acabar la historia con un "fin", simplemente con un "continuará".


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