Llevo siglos narrando este cuento. Conozco
cada detalle, cada coma, punto y signo de exclamación. Sé perfectamente los
gestos de los personajes, sus dudas y diálogos. Y nunca cambia. Hasta ayer.
Comencé como siempre...
Pero a medida que el
cuento avanzaba sentí que algo iba mal; algo era diferente.
Por supuesto, los
personajes, aunque repitan la historia una y otra vez y los haya narrado
durante siglos, nunca saben qué va a ocurrir, pero el cuento siempre se
desarrolla igual. Y ayer habría sido como
siempre si aquella estúpida brisa no se hubiese interpuesto en mi
cuento.
Caperucita Roja
acababa de encontrarse con el lobo cuando un suave viento destapó su caperuza,
dejando su rostro al descubierto. El lobo, fascinado, se salió del guión:
- ¿Cómo te llamas?
- Todos me llaman
Caperucita Roja.
- Ya, pero, ¿cuál es
tu nombre real?
Por su puesto,
Caperucita no estaba preparada para esta pregunta, y yo tampoco. Ni ella supo
qué responder ni yo cómo seguir el cuento.
El lobo, enamorado
de aquellos ojos que la caperuza no le había permitido ver nunca (no al menos
con claridad), la sonrío. Caperucita, tartamudeó su nombre real y le devolvió la
sonrisa. Presa del pánico congelé el tiempo, sin saber cómo continuar. Después
de que el lobo encontrara su luna en los ojos de la chica y jurase no aullarle
a nadie más, no pude acabar la historia con un "fin", simplemente con un "continuará".
No nos merecemos.
ResponderEliminarImagina que nos imaginamos.