lunes, 29 de diciembre de 2014

Soplar las velas.




Era 11 de abril, día de cumplir y descumplir.

Yo cumplí 9 años y mi mejor amigo descumplió la promesa de que jugaríamos toda la vida juntos. Claro que por aquel entonces yo no podía entender que las promesas, la mayoría de las veces, son sólo palabras que no atan mas que a las personas nobles y otras veces, se rompen a pesar de que las cuidemos y aunque queramos pasar la vida haciéndolas verdad. ¿Qué iba a hacer él con 9 años?
Yo, desde luego, llorar.
El suyo, es el único recuerdo que tengo a cámara lenta. Le veo en el coche con su madre y su hermana mayor, mirando hacia atrás con los ojos más tristes que en mi vida he visto. Apretaba en su mano el cuaderno rojo que escribimos juntos sobre todas nuestras aventuras (y que decidí que sería un buen regalo de despedida).
Habíamos vivido demasiadas vidas como para que abandonara la mía aquella tarde de primavera. Fuimos piratas, espías, exploradores, cosmonautas, dragones, ninjas, escuderos, fantasmas, lobos, niños perdidos, detectives...fuimos todo lo que no podíamos ser.
Durante esos nueve años, con sólo unos metros separando nuestras casas habíamos compartido más horas juntos de las que lo hacíamos con el sol. Nos perdíamos en el bosque creando historias de las que éramos los protagonistas, dormíamos juntos y hacíamos tiendas de campaña con las sábanas y la imaginación, saqueábamos los armarios de las galletas en nuestras casas, nos mandábamos notas en forma de aviones de papel cuando íbamos a clase, subíamos a los tejados de las casetas de nuestros vecinos para ver las estrellas (e imaginar, a veces, qué galaxias visitaríamos o cómo mandaríamos señales a los extraterrestres).

Hoy hace diez años de aquel 11 abril.
Y como siempre, mi deseo y su recuerdo se confunden con la llama de las velas.

La oscuridad llena la habitación durante unos segundos y el silencio se convierte en aplausos. Mi madre me abraza, mi hermano ríe, mi padre parte la tarta, mis abuelos me miran sonrientes y mis amigos se acercan con un montón de regalos que ponen frente a mí.
Uno de ellos me llama especialmente la atención, quizás por el papel que lo envuelve. Así que lo cojo y noto como todos se miran entre ellos, buscando al propietario del regalo.
Termino de quitar el envoltorio y mis ojos se llenan de lágrimas. Cuando abro el cuaderno rojo y descubro sus páginas en blanco, sonrío y alzo la vista, buscando a quién agradecerle aquel regalo que, seguramente, no sepa que ha podido transportarme e ilusionarme a otra época de mi vida. Es exactamente igual que el cuaderno rojo de aventuras, pero sin ninguna escrita en sus páginas. ¿Cómo he podido pensar que podría ser nuestro cuaderno?
Alzo la vista con el cuaderno aún en mis manos y el corazón se me para. Las aventuras que viví hace 10 años con él no estaban en ese cuaderno pero si lo estaba su protagonista y (ahora sabía) el propietario del regalo. Aunque el tiempo había pasado, sin duda era él.
Se acerca a mí, sonriendo.

- Creo que ya es hora de una segunda parte de nuestro libro rojo, ¿no?






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