viernes, 4 de julio de 2014

Hamadríade

Había que recorrer unos treinta kilómetros a pie a través de aquel espeso bosque para encontrarla recostada en un árbol, con las lágrimas a flor de piel, la ropa rasgada y el corazón hecho pedazos.
Había estado caminando toda la noche mirando al cielo, a la osa mayor, porque recordaba que de pequeña le habían dicho que señalaba el norte. Pero no tenía sentido, porque ella no sabía dónde quería ir, ni si el norte sería un buen lugar al que llegar.
Con el amanecer acechando tras las montañas, decidió descansar; se recostó sobre un árbol y, pensando que no había nacido en el lugar correcto, en la época correcta, ni en el cuerpo correcto, la joven se quedó dormida. Cuando entreabrió los ojos vio a un muchacho con los pies desnudos de no más de ocho años subido al árbol que le sonreía travieso y desafiante. Pero sólo le hizo falta un parpadeo para que aquella visión desapareciera. 
Sin rumbo ni destino, decidió vivir en aquel árbol junto al río hasta que el hambre o la pena acabasen con ella. Dejando atrás una realidad que la habría matado lenta y dolorosamente o la habría terminado por volver totalmente loca, encontró en aquel bosque un engaño más real de lo que fue su pasado, en el que quería vivir y en el que, más aún, estaba dispuesta a morir.

Con el paso del tiempo, y por el reflejo del río, la joven se notaba cambiar. Por supuesto, hacía tiempo se había deshecho de sus ropas y apenas recordaba su aspecto anterior a la llegada al bosque, pero no era aquello lo que la sorprendía, sino los cambios en su cuerpo de mano de las estaciones. El tono de su piel, incluso el color de su pelo y de sus ojos cambiaban de una estación a la siguiente. Con la llegada del otoño su cuerpo se teñía de un color tostado y el pelo rubio y largo que había lucido en la estación anterior se veía corto y rizado en tonos ocres y rojizos que nada tenía que envidiar al color de los árboles del bosque; con el invierno su pelo adquiría un precioso color ceniza, y su piel era como la nieve que cubría las hojas. Creyéndose loca durante más tiempo del podía recordar, finalmente aceptó aquella realidad (sin saber aún si era real).

Tras la quinta primavera, cuando florecían de su cabello las primeras margaritas, la chica empezó, no sólo a ver al muchacho descalzo y de orejas puntiagudas, sino a todo tipo de seres; ninfas, enanos, nereidas, sátiros, sílfides, sirenas... Muchas de ellas le aseguraban que había perdido la cabeza, le cantaban canciones, recitaban poemas, le peinaban el cabello o, enfadadas por su belleza, le rasgaban las ropas que se había hecho con las hojas caídas de su árbol. La joven aprendió a convivir con todos aquellos seres, sin llegar a saber nunca si no eran algo más que parte de su imaginación.
Las ninfas le habían enseñado que la cordura sólo era una forma de morir.

Vivió allí lo que le restaba de vida, habiendo perdido la cuenta de las primaveras que dejaba atrás, acompañada por la tranquilidad y felicidad que aquel bosque le había traído desde el día que escapó.
Antes de morir, recostada en su árbol y rodeada de sus delirios, Dría fue eterna.


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