domingo, 7 de octubre de 2012

Caída.



¡Pum!
Caída al vacío; a un vacío al que llaman vida. El golpe ha sido demencial; dos costillas rotas, el hombro dislocado y el corazón destrozado. Tarde o temprano tenía que volver a la realidad, pero él esperaba que en la caída le acompañase un paracaídas, unas alas, o aterrizase en avión. Pero no ha sido así, y las consecuencias no las tarda en notar.
¿Dónde están esas sonrisas que a todas horas veía? ¿Y los abrazos? ¿Las risas y los buenos momentos? ¿Quién se los ha llevado? ¿Dónde está el mundo que había construido?
No conoce el lugar en el que está, y es el lugar en el que ha estado toda su vida. Pero ya no es igual. Nada es igual. Se siente terriblemente solo cuando está rodeado de gente, no sabe dónde mirar porque todo lo que antes le parecía cotidiano se le antoja desconocido. Sus pies no saben dónde llevarle, pero tampoco se atreven a parar, porque quizás si lo hacen, él, abatido, decida sentarse, y sus piernas y su ánimo no estarán por la labor de volver a levantarse.
Mira al cielo, buscando el lugar desde dónde cayó, una y otra vez, pensando que quizás ahí está la solución de la guerra de sentimientos que se está dando en su interior.
Disparos, estocadas, puñaladas. Toda una guerra se desata dentro de él. Pero de las heridas no sale sangre, no; sólo lágrimas. Lágrimas que podrían ser fuego. Lágrimas que podrían ser veneno. Lágrimas que, al fin y al cabo, sólo son lo que son; impotencia, dolor, desesperación.

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